No es lógico que Colombia tenga hoy prácticamente las mismas cifras de pobreza e indigencia que tenía a comienzos de los noventa. ¿Qué ha pasado en estos años?
Por considerarlo de importancia, reproducimos en su totalidad el Editorial de la más reciente edición de la Revista Dinero, que desde el pasado fin de semana circula en Colombia y el mundo.
Las cifras de pobreza, indigencia y desigualdad en Colombia, publicadas por el Dane y el DNP, no pueden dejar tranquilo a nadie, aunque muestren una ligera mejoría frente al año anterior. De los 43,7 millones de habitantes que tiene el país, casi 20 millones (45,5%) viven bajo la línea de pobreza y 7,2 millones (16,4%) en la indigencia y la desigualdad; medida esta en términos de salario por el coeficiente Gini, es de 0,578. Esto no tiene justificación. Si la Constitución Política de 1991 estableció como prioridad de la política social el mejoramiento de la calidad de vida de la población y la reducción de la pobreza, ya sería hora de que viéramos resultados.
La obligación de cumplir este objetivo explica el alto crecimiento del gasto social desde 1991, el cual llega hoy al 14,4% del PIB. Con el ánimo de focalizar los programas sociales en la población más vulnerable se creó todo un conjunto de programas de apoyo, a los cuales pueden acceder las familias más pobres a través del Sistema de Identificación de Potenciales Beneficiarios de Programas Sociales, Sisbén. Sin embargo, buena parte de ese esfuerzo es capturado por intereses particulares y se desperdicia.
Es loable, por supuesto, que un país dedique esfuerzos y recursos para combatir la pobreza. ¿Qué pasa, sin embargo, cuando después de más de quince años las cifras no mejoran y el proceso sigue estancado? En 1995, el porcentaje de colombianos bajo la línea de pobreza era de 50,9% y el porcentaje bajo la línea de indigencia, de 17%. El coeficiente Gini era 0,57. El progreso es muy leve y no guarda proporción con el gran esfuerzo fiscal que están haciendo los colombianos con el objetivo de reducir la pobreza.
Un aspecto del problema, que se hace evidente al mirar las cifras del Dane y el DNP, es la gran dispersión que existe en los indicadores en las 13 principales ciudades del país. Mientras Bucaramanga registra niveles de pobreza e indigencia de 18,5% y 2,2%, respectivamente, en Manizales estas cifras son de 45,7% y 11,4%.
¿Qué ha hecho Bucaramanga para lograr estos resultados? En gran medida, la explicación está en el énfasis que la ciudad ha puesto en la educación, no solo desde la perspectiva de la cobertura, sino también de la calidad. Reiteradamente, Bucaramanga muestra los mejores resultados del país en las pruebas semestrales del Icfes, tanto en los colegios privados como en los públicos, con lo cual garantiza el acceso de sus estudiantes a la educación superior.
Además, la ciudad creó para la población más pobre la Universidad del Pueblo, con el apoyo del Sena, el gobierno nacional y las universidades locales. Esta iniciativa ofrece educación superior técnica y tecnológica gratuita en 17 sedes ubicadas en los barrios más vulnerables.
La experiencia de Bucaramanga ratifica que la única forma de ganarle la lucha a la pobreza es mediante la educación. Una cosa es tener programas sociales destinados a los más pobres -tenemos más de 30 de estos en Colombia, que sirven para paliar la situación- y otra cosa es generar iniciativas de largo plazo que realmente sirvan para sacar a las familias de la pobreza. Sin programas de educación de calidad que realmente capaciten a la gente para trabajar, ya sea en proyectos productivos individuales o en empresas formales, es muy difícil salir de la pobreza.
El énfasis que tiene la calidad de la educación en Bucaramanga no se repite infortunadamente en el resto del país. Colombia ha invertido cuantiosos recursos en llevar educación a la mayor parte de la población y el gasto en este renglón es elevado en términos internacionales. La cobertura es prácticamente del 100%, pero eso no basta. Ahora tenemos que dedicar todo el esfuerzo en lograr una educación de calidad.